Debajo
de tu casa, en una iglesia cualquiera se produce todos los días un
fenómeno muy chungo. Sonidos de trompetas, montones de trompetas.
Muy desafinadas. Bombos, timbales y platillos. Arrítmicos. Algo así
como un apocalipsis, pero en plan local.
Tus
vecinos lo afrontan como debe hacerse: evitando el tema. La gran
mayoría niegan oír nada. Otros lo achacan a ensayos de Semana
Santa. Todos mienten. Saben que hay algo gordo ahí, demasiado turbio
para ser mentado.
Hace
chorrocientos años, el Papa Bonifacio IX “el sordo” ordenó que
se construyeran gigantescas puertas en los suelos de todas las
iglesias mundiales. Puertas que se accionan con una palanca desde el
Vaticano. Puertas que comunican con el mismo infierno. A través de
ellas puede escucharse el sonido de los malditos, condenados a tocar
eternamente esos instrumentos desafinados y escucharse unos a otros
hasta ensordecer repetidas veces. Si, he dicho ensordecer. Joder, es
el puto infierno...
A
modo de advertencia sobre los horrores del inframundo, el bueno de
Bonifacio instauró una práctica diaria que aún se mantiene en
nuestro siglo. Su programa es tratado con la máxima seriedad y
secretismo. Se puede leer en cualquier parroquia, pero solo a un
nivel muy interno:
19:00
– Apertura del infierno
19:30
– Monumental verbena
21:30
– Gran chocolatada
22:00
– Cierre del infierno
Es posible que Bonifacio estuviese realmente sordo, aunque también cabe la posibilidad de que fuese un poco hijoputa.
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